Aquella noche, con la pinza que olía
igual que su pelo, decidí ir más allá y no solo sentir gusto con
ella en mis pensamientos. Quería usar la pinza. Probé poniéndomela
en el pene, pero me molestaba para tocármelo. Me la puse después en
el perineo, cogiéndome la piel de esa zona, pero no sentía mucho.
Me la puse en la nariz un segundo, pero al ver que me quedaban marcas
no volví a ponérmela por temor a que mis padres se dieran cuenta.
Me la puse en la lengua… Me dolía un poco, pero qué excitación.
No podía meter la lengua en la boca porque la pinza era grande, así
que la saliva incrementaba la excitación. Con la pinza en la lengua
tuve una de las masturbaciones más placenteras de mi vida.
Algunas noches dormía con la pinza
suelta dentro de mi calzoncillo, solo por “sentirla cerca”.
Ese deseo de sentir el roce de esa
persona que te excita por sí sola, sin querer nada con ella
realmente, creo que me hizo interesarme por sentir no ya a una
persona en concreto sino a “lo femenino” mientras me masturbaba.
Al año siguiente dio la casualidad que pude coger de mi misma casa
un bañador de mi prima, que se había dejado allí el verano
anterior porque el último día que bajamos a la playa se le descosió
un poco el lateral y en vez de tirarlo lo dejaron allí mis tíos, no
sé por qué.
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